viernes, 3 de junio de 2011

La educación en El Salvador, parte III

Después de un curso que hice en la ESEN para hacerme economista por mandato divino de mi bisabuela, que aún vivía, decidí estudiar lo que de verdad quería: Comunicación Social en la UCA (decisión que por obra y gracia del espíritu santo no mató a la nonagenaria antes de tiempo). En mi carrera he tenido profesores muy buenos, regulares, poco destacables y muy malos. De hecho, decidí escribir esta chanfaina porque pensé que una profesora que respeto mucho estaba intentado que le presentara un trabajo mediocre al pedirme que lo redactara con “términos pedestres”. A pesar de que me sentí increíblemente frustrado, traté de mentalizarme con que estaba intentando ayudar a mi grupo a obtener una mejor nota, o algo parecido. No obstante, no podía quitarme la idea de que se me estuviera pidiendo semejante herejía.


¿Acaso la huevonería aborda a los profesores más talegones? A lo mejor, pero existía otro factor que no había tomado en cuenta: menosprecio hacia los alumnos. Para este caso parecía encajar a la perfección ya que mi profesora había sacado un postgrado en Chicago, lo que supone exponerse a otra cultura académica. Por un par de días, mi conclusión se afianzó como un placebo para alimentar mi corazonada de ser un alumno menospreciado, minusvalorado y todos los adjetivos lastimeros que se le ocurran. Reza un dicho que aquel que escupe al aire termina con el salivazo en la cara –en mi caso, y después de casi dos semanas sin hacerlo, me masturbaba acostado boca arriba en mi cuarto cuando terminé con una mascarilla facial-, y no hay mejor analogía para la epifanía que se abalanzó sobre mi cabeza… y cara.


Recordé a todos los profesores realmente malos que he tenido y las razones por las que de verdad eran terriblemente poco calificados para la docencia: renuencia para llegar al salón, pasotismo a la hora de dar las clases, estándares de calidad a la altura de las fosas de las Marianas –léase: el punto más bajo del océano-, y demás ignominias contra el intelecto. No había explicación lógica a dichos comportamientos porque el que quiere ser profesor universitario sabe a lo que se está metiendo, por lo general. Miré a mi alrededor, entonces, y me di cuenta.


El problema no era mi profesora, o todos los orates que han caído dentro de los vicios arriba mencionados, sino los estudiantes. Antes de que considere mi conclusión más desvacilante que meter la verga parada en una cubeta con hielo, permítame prometerle una buena explicación en la siguiente entrada de esta basura, pues ya me agarró la tarde para el trabajo. Créame, trabajar en la madrugada, lluvias tan repentinas y los chascarrillos de Funes en el trono presidencial –de lo que no pienso escribir porque mi opinión no serviría de nada, además de que ya varia gente en redes sociales y demás medios hizo el escándalo- es tan desgastante que me siento peor que el papel periódico que ocupo para recoger la mierda de mi perro.


PS: Ya edité mejor esta entrada, estaba plagada de horrores ortográficos así como palabras omitidas.